La mujer graciosera

El risco se transformaría en testigo directo de la vida de los habitantes de La Graciosa, pues durante muchos años, fue el único punto de conexión entre Lanzarote y La Graciosa. No solo se acudía al risco para buscar agua o lavar la ropa en la fuente, sino que también se utilizaba para subir al enfermo o al difunto, ya que durante mucho tiempo no hubo cementerio en La Graciosa. Las gracioseras subían por el risco con sus cestas de pescado fresco o seco en la cabeza para venderlo o intercambiarlo en los pueblos cercanos.
Como si fuera una escena de una película, casi a diario, al amanecer, el risco recibía a las gracioseras, que subían descalzas por su escarpada y zigzagueante vereda, para alargar lo más posible la vida de sus alpargatas. Solo se ponían los zapatos al llegar al pueblo. Algunas incluso subían con la cesta en la cabeza y el hijo en el costado, pero siempre con alegría, cantando y con paso firme para ser de las primeras en vender su mercancía.

Comenzaba el recorrido puerta a puerta, pueblo por pueblo, hasta que todo el género fuese vendido o en su mayoría intercambiado por productos del campo, granos, batatas… y de nuevo, casi al anochecer sus desnudos y sabios pies desandan el camino ya andado hacia la parte baja del risco junto a la playa.
Si la llegada a la playa ocurría con la luz del día, bastaba con que la mujer agitara el delantal para que el hombre de la casa acudiera a recogerla. Nunca iba el novio, era impensable, porque el hombre siempre ayudaba a la mujer a subir a la barca y el contacto físico estaba prohibido si la pareja no estaba formalizada. Si la noche caía, cada una encendía unas aulagas en la tegala (una cerca de piedra sin techo que los habitantes de Lanzarote usaban para protegerse del viento o hacer fuego) que cada familia tenía asignada. El fuego, visible desde el otro lado, alertaba a los gracioseros, quienes, por la ubicación de la fogata, ya sabían de quién se trataba y su familia acudía a buscarla.
La mujer graciosera mariscaba, jareaba, cuidaba de la casa, de los hijos, cosía, acudía a buscar agua a la fuente, vendía o intercambiaba los productos del mar por los del campo

Administraba la economía del hogar y esperaba pacientemente días y hasta meses la llegada de los hombres que se embarcaban para pescar. Estas mujeres valientes y luchadoras, símbolos de la identidad canaria, eran los cimientos de la octava isla. Sin ellas, la historia de La Graciosa no hubiera sido la misma. A pesar de las adversidades, mantenían a sus familias, transmitiendo de generación en generación la importancia de la resiliencia y la comunidad. Eran maestras en el arte de la supervivencia, utilizando ingeniosamente los recursos disponibles para asegurar que nunca faltara lo esencial en el hogar. Su labor incansable no solo sustentaba a sus familias, sino que también preservaba las tradiciones y la cultura de la isla, haciendo de La Graciosa un lugar único y lleno de historia.